· Mendoza, de de ·
Ocurrió en 1937. El partido entre el Chelsea y el Charlton Athletic se detuvo por la niebla intensa, pero el guardameta no lo supo: ¡no pudo ver que sus compañeros se habían ido!
Al este de Londres, no hay lugar a dudas: el mejor arquero de la historia del fútbol es de esa zona. Nunca, nadie se plantearía preguntarse si alguna vez, en algún rincón del país que vio nacer el fútbol, hubo un guardameta que protegiera con mayor seguridad el arco de su equipo como lo hizo Sam Bartram. Ni en broma hubo uno mejor, ni lo habrá. Y si encontraran a uno más bueno, lo negarían. Porque Sam Bartram es algo más que una leyenda para el Charlton Athletic. Es el tipo que defendió más veces la camiseta de los ‘Addicks’. Lo hizo hasta en 623 ocasiones. Es el hombre más viejo que haya jugado en el club, puesto que alargó su carrera hasta los 42 años. Y, también, de paso, cabe decir que Bartram no conoce ningún otro amor. Fiel. Devoto de una sola religión. Hombre de un solo escudo. Un ‘One Club Man’ de los que se extrañan cada vez más.
Pero si por algo es conocido Sam Bartram, más allá de por su amor eterno al Charlton, más allá de por la estatua que luce frente a The Valley, más allá de por ponerle nombre al bar del estadio, es por una anécdota algo extraña, surrealista, incomprensible, que dejó para el recuerdo el 25 de diciembre de 1937.
Era el día de Navidad. Y en Inglaterra eso no es sinónimo de descanso. Es sinónimo de fiesta, de unión, de compartir, de ir al estadio todos juntos, abuelos, padres y nietos, para animar al equipo. El problema de aquella Navidad es que no se veía nada. Por este motivo, a raíz de las pésimas condiciones climatológicas de aquella fecha, con una niebla espesísima, diversos partidos de la jornada tuvieron que suspenderse a lo largo y ancho del país; otros, entre dudas de si era lo adecuado, se iniciaron. Uno de ellos, el derbi londinense entre el Chelsea y el Charlton Athletic, disputado en un tenebroso y brumoso Stamford Bridge.
Estatua de Sam Bartram, en la puerta del Charlton Athletic
Llegaron con empate a un gol al descanso. Tablas en el marcador y una niebla cada vez peor. El partido no se detuvo en el entretiempo. Pero volvieron al césped y, entendiendo que era imposible jugar de aquella manera, sin ver nada, el árbitro tomó la decisión de suspender el encuentro. El público se fue a su casa. Los futbolistas, al vestuario. Todos se fueron del estadio; todos menos uno. Sam Bartram se quedó custodiando los tres palos de la meta del Charlton, incapaz él de encontrar entre la niebla a sus compañeros mientras atacaban.
Quizá por ello, esperando la reválida enemiga, se mantuvo ahí. Quizá por ello, en sus memorias, echando la vista atrás, recordó su sorpresa ante los tantísimos minutos que su equipo pareció domar, avasallar, al Chelsea: «Cada vez veía menos y menos a los jugadores. Estaba seguro de que dominábamos el partido pero me parecía obvio que no habíamos hecho un gol, porque mis compañeros hubieran vuelto a sus posiciones de defensa y yo habría visto a alguno de ellos. Tampoco se escucharon gritos de festejo». Y obviamente no se escuchaba nada porque no había nadie.
Un cuarto de hora después, entre la penumbra, apareció una sombra frente a Bartram. ¿Quién era? Un policía; un agente de seguridad que, incrédulo al ver al mito del Charlton aún en la portería, solo se le ocurrió preguntarle qué hacía todavía sobre el césped. “Hace quince minutos que han parado el partido. ¡El estadio está totalmente vacío”, le explicó. Entonces, lógicamente, Bartram dejó atrás el arco y regresó al vestuario; donde, todos, comenzaron a burlarse de él por lo que había pasado.
Así era Sam, uno de esos tipos que, queriendo o sin querer, nunca, bajo ningún concepto, abandonarían a los suyos.